miércoles, 22 de septiembre de 2010

Un ayunador (Hungerkünstler)

       Para Joaquín que se tomó en serio mi convicción de cuánta (in)moralidad se esconde en la obesidad.


En los años iniciales del  siglo XX unos extraños personajes empiezan a cautivar la torcida psicología de los hombres de fin de siècle centroeuropeos: los ayunadores. Estos artistas del hambre –traducción literal del término alemán Hungerkünstler- exhibían un ayuno ininterrumpido durante semanas, en puestos de ferias, en teatros, incluso en sus casas particulares, en donde llegaban a recibir en privado  a innumerables curiosos, dispuestos a pagar cantidades astronómicas por regodearse con las huellas de la privación extrema.
Kafka evoca la figura de uno de esos artistas del hambre en su cuento homónimo justo cuando el arte en cuestión había entrado en declive. El relato muestra a un artista y, desde esta perspectiva, parece plantear la inherente frustración de toda actividad lúdico-estética. Sin embargo, una irreductible ambigüedad de la narración kafkiana hace que esta esté constantemente deslizándose hacia el terreno moral: ahora la trampa reside en el sinsentido y en las paradojas que lo sustentan.
Pensemos en un artista cuya actividad se enreda en una incipiente burocracia: debía haber testigos de su ayuno, no por desconfianza hacia su probadísima honradez, sino por pura formalidad.
Pensemos en un asceta que quiere prolongar indefinidamente su ayuno pero cuyo ideal y determinación sucumben a la estrategia comercial que prescribe no alargar el espectáculo para que no pierda interés.
Y luego está la incomprensión. El protagonista reivindica el carácter sustantivo de su melancolía, pero son varios los personajes que sugieren que su tristeza es fruto del hambre. A veces tiene que permanecer cantando largas horas  para demostrar a sus testigos que no está comiendo y, sin embargo, la reacción de estos, lejos de convencerse, es la de reafirmar su sospecha de algún truco. Otras veces el artista del hambre comprueba cómo los testigos de su exhibición cesan en la vigilancia para permitirle piadosamente probar algún bocado, condescendencia que le ofende amargamente. Al final de su carrera como ayunador, ve desfilar ante su jaula a jóvenes sin la suficiente formación cultural que ya nada entienden del arte de pasar hambre. En fin, cuando, olvidado, consigue un ayuno ininterrumpido, cuando alcanza la perfección de su arte, nadie cree que lleve ayunando los infinitos días que sugiere una placa en la jaula.
La experiencia de la decadencia no está ausente tampoco: el cambio de gustos en el espectador relega al ayunador a un modesto rincón en un circo, camino de las cuadras, situación que garantiza cierto número de espectadores transeúntes, indiferentes, que se dirigen a ver los animales. Lograda la perfección, el artista del hambre muere invisible a la gloria, enterrado por la paja de su jaula.
Su arte, por otra parte, está condenado al fracaso. Hay una imposibilidad fáctica que condena el arte del ayuno al solipsismo: nadie, como testigo, tampoco como espectador, podrá permanecer junto al ayunador ni para dar constancia de la ininterrupción ni para compartir la experiencia.
Y lo peor. El arte del hambre es sin esfuerzo: no surge de una decisión, del fondo de la libertad, sino que obedece a la necesidad, pues el protagonista no ha encontrado nunca una comida que le guste. ¿No sería más apropiado, pues, para el ayunador el arte de comer?
Es recomendable no trazar paralelos con situaciones reales y dejar este relato como la obsesión de un insomne que cuenta las milimétricas vetas de la madera de su mesilla.

1 comentario:

  1. Hace unos días, en una de esas deliciosas conversaciones peripatéticas, convinimos con Kant en que el puritanismo proporciona las más altas cotas de placer a cambio del dolor del remordimiento y en que es ese puritanismo el que nos arrastra con fuerza inexorable a convertirnos en los hijos que nuestras madres siempre desearon. Un cuerpo esbelto se convierte así en el epítome de la (in)moralidad puritana en tanto que síntesis de todas las expectativas maternas. Me inquieta pensar que, quizá, el ayuno autoimpuesto no sea más que un ardid del subconsciente para la consumación de los designios puritanos...

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